Capítulo 4 de 12: BUSCANDO LA SANGRE.
Cuando
Crisaor llegó a las inmediaciones de las ruinas, el lugar estaba envuelto en
una tensa calma. El sol declinaba en el horizonte tiñendo la atmósfera de un
intenso y macabro rojo sangre, presagio inequívoco de que el mal andaba suelto.
Había que darse prisa, el tiempo se agotaba mientras el reloj de destino
marcaba, imparable, las últimas horas de
esta frágil humanidad.
Un
majestuoso y pétreo muro se elevaba alrededor del recinto sagrado, en un intento inútil de custodiarlo de la voraz
jungla que, incansable y sigilosa, trepa por sus deterioradas paredes,
engullendo con su espesa vegetación lo que antaño fue una fastuosa construcción,
y que ahora, incapaz de resistir el eterno e inexorable empuje de la
naturaleza, sucumbe finalmente, triste y agónica, ante la insultante
frondosidad esmeralda de la selva que la envuelve.
El
calor y la humedad reinante hacen que la ropa, empapada en sudor, se adhiera a
su cuerpo como una segunda piel. La experiencia adquirida durante años en la
caza de todo tipo de animales, bestias infernales y humanos, le ha permitido
desarrollar una especie de sexto sentido para los peligros, que le ha librado
en multitud de ocasiones de una muerte segura a manos de aberraciones
monstruosas, de carroñeros despiadados
y salvajes, y también, en más de una ocasión, de la locura sanguinaria e inhumana
de los de su propia especie. Por eso, al atravesar el pórtico de entrada al recinto
sagrado, un escalofrío hace que un
resorte silencioso se
dispare en su interior, presagiando el peligro.
De
los tres edificios que conforman el complejo milenario sólo uno se mantiene en
pie, desafiante, aterrador, protegiendo eficazmente su legado del mundo
exterior y esperando el día en que el infierno se extienda de nuevo sobre la
tierra. ¡Y parece que la hora se acerca!
Unas impresionantes y siniestras Gorgonas
flanquean la entrada al antiguo y milenario edificio, pretendiendo con su
presencia, y consiguiéndolo la mayoría de las veces, ahuyentar y disuadir a
todo tipo de intrusos, de viajeros intrépidos, de pobladores perdidos o
despistados, y de valientes jóvenes, autóctonos o forasteros, que intentaban
probar su valor o medir su coraje en un ritual iniciático, enfrentándose al
temor ancestral que el lugar a ejercido sobre generaciones enteras de supersticiosos
e influenciables feligreses.
Las
miradas amenazadoras de las imponentes esculturas no consiguen amedrentar al
intruso, acostumbrado a la visión aterradora de todo tipo de engendros
demoníacos que, durante milenios, habitaron junto a él en el inframundo. El
recuerdo de su paso por el infierno le hiela la sangre y, conocedor del terrible
poder al que se enfrenta, Crisaor tensa los músculos y agudiza los sentidos. Algo
corta el aire sin previo aviso, golpeando brutalmente a Crisaor, que cae
rodando por el suelo empedrado, antaño liso y pulido, y ahora cubierto por una
espesa alfombra de oscuro y húmedo musgo. Una de las Gorgonas ha extendido, a
una velocidad asombrosa, sus alas doradas, inmóviles durante milenios, buscando
cercenar la cabeza del profanador del oráculo. Los dos engendros lanzan unos
estridentes y aterradores graznidos, con la probada intención de helar la
sangre al enemigo que, paralizado de terror, suele convertirse en una presa
mucho más fácil de abatir… Pero hoy no tendrán tanta suerte, y ante este
enemigo no disfrutarán de esa ventaja.
– Condenados engendros infernales –grita Crisaor, mientras se levanta
tambaleante y aturdido– ya me advirtió mi madre que erais unas putas arpías feas
y traicioneras.
Las
dos monstruosas hermanas, engendradas al principio de los tiempos por la mismísima
Gea para combatir junto a los Titanes en su lucha contra los Olímpicos,
detienen su ataque y se miran desconcertadas. Ante ellas se encuentra un osado guerrero
que, envuelto en una extraña aura dorada,
las mira con aire desafiante, conocedor de sus posibilidades, y del daño que
les puede infligir la espada dorada que lleva colgada de la espalda, y que
afortunadamente le ha protegido del veloz y traicionero ataque de las Gorgonas,
al parar un golpe que hubiese resultado mortal de no llevar la extraña espada
sujeta a su espalda.

Y sin más preámbulos, se lanza, enloquecido, contra las Gorgonas, y
con los ojos inyectados en sangre y el rencor acumulado durante milenios bombeando
en su corazón, grita:
–morid, bestias inmundas, y dadme de una vez lo que he venido a buscar…
¡Dadme, vuestra sangre!
Capítulo 5 de 12: EL LEGADO
Marcelino Riosanto, permanecía allí, estirado
sobre un charco de sangre, inerte, muerto, asesinado por proteger su sueño, su
legado. Un legado de conocimientos que moría con él, en una triste y fría
callejuela maloliente y oscura, de una ciudad olvidada.
Cuando Antonio Cienfuegos llegó a la casa del director de
museo, éste había desaparecido, dejando, tan sólo, una ambigua nota que rezaba:
“no me siento seguro, los manuscritos corren peligro, necesito tu ayuda, nos
vemos en el Museo, coge todas las precauciones necesarias”. La nota me dejó
intranquilo. Las sombras se cernían amenazadoras sobre la ciudad mientras una
tenue lluvia se precipitaba mansamente sobre la soñolienta urbe, aliviando el
sofocante calor reinante y relajando la tensión superficial en las calles.
El joven profesor universitario, tardó poco tiempo en llegar a las
inmediaciones del Museo. Dejó su vehículo, oculto de miradas indiscretas, en un
sombrío y estrecho callejón, y, furtivamente, fue sorteando las escasas farolas
que, traidoras, pretendían delatarle, alumbrándolo con su mortecina luz.
La silueta de la puerta trasera del museo se recortaba tímidamente
sobre el claro empedrado del edificio. - Algo no anda bien -pensó Antonio, cuando se acercó lo suficiente y vio la puerta ligeramente entornada-,
¡maldita sea, he llegado tarde! -exclamó, reteniendo el sonido en su garganta y
lanzando miradas nerviosas a su alrededor, esperando que alguien, saliendo de
las sombras, saltase sobre él, sorprendiéndole y golpeándole dolorosa y
mortalmente, pero no sucedió nada, ni un movimiento, ni un ruido extraño, nada,
sólo la noche permanecía junto a él. Pese al temor que sentía y que le hacía
temblar incontroladamente, cruzó el umbral de la puerta penetrando en busca de
su amigo. Diez minutos más tarde salía
del interior del Museo, con las manos vacías y el corazón encogido. No había ni
rastro de Marcelino, y lo peor era que no sabía dónde
seguir buscando, ¿adónde debía dirigirse? Qué pretendían los misteriosos personajes que
irrumpieron en el despacho de su amigo, horas antes, mientras examinaba los
milenarios pergaminos que Marcelino deposito en sus manos y que no
pudo acabar de descifrar, al tener que salir pies
para que os quiero, como alma que lleva el diablo, para, según Marcelino, salvar los manuscritos y posiblemente también
la vida.
Un fino hilo de sangre, casi imperceptible, se oxidaba rápidamente bajo
la tenue luz que ensombrecía a duras penas la calle. El peor de los presagios
se cumplió cuando Antonio encontró a su amigo, después de
seguir, a través del oscuro empedrado que formaban las antiguas y desoladas aceras,
la sangre derramada por éste al tratar de huir, infructuosamente, de la muerte,
que lo persiguió y le dio caza junto a unos contenedores.
Quizás no fuese la misma Muerte quien
lo mato, ya que, el sadismo y el ensañamiento que presentaba
el cuerpo del museólogo no responde con la forma en que
la Muerte ejerce su ancestral trabajo. Sólo alguien, o algo, con un alma
engendrada en lo más profundo del infierno, puede profesar tal nivel de sadismo
sobre un cuerpo humano. La visión del cuerpo destrozado de su amigo paralizó a Antonio, que, incrédulo, no daba crédito al horror que sus ojos presenciaban. Las
náuseas en forma de arcadas inundaron su garganta, y sin poder retenerlas las
dejó salir. Se apoyó en el borde de un contenedor de basura mientras parte de
su ser se vaciaba, torrencialmente, sobre los desperdicios formados por cartones
y basura acumulada. Y, allí, escondido tras el contenedor, uno de los
pergaminos permanecía oculto, esperando que alguien lo encontrase, rescatándolo
del olvido. Gracias a la suerte o al destino, esa delgada línea que separa la
casualidad de la causalidad se quiso cruzar en el destino de Antonio, consiguiendo que el legado de Marcelino Riosanto no se
perdiese y llegase finalmente hasta sus manos, dándole, de esta manera, otra oportunidad de salvación a la vieja y
decadente humanidad, tal como quedó escrito
hace miles de años.
Capítulo 6: EL HEROE
Parapetado tras la fría pared, Paco contempla horrorizado como, la
que un día fue su ciudad, sucumbe, junto a sus habitantes, ante el avance cruel
y despiadado de unas hordas satánicas, implacables y sanguinarias, que arrasan
el país de norte a sur y de este a oeste, como si de una marabunta de muerte y
destrucción se tratase. Los gritos de terror de los lugareños se ven apagados
por los aullidos sádicos y coléricos de
miles de engendros demoníacos que han conseguido traspasar la sagrada y eterna puerta
del Hades que, inexplicablemente, permanece abierta de par en par y sin protección
alguna. El can que la custodiaba ha desaparecido, dejando libre el paso entre
los dos mundos, lo que ha dado pie a que un ejército de habitantes del
inframundo campen a sus anchas por la desprevenida tierra, dispuestos a invadirla
y, si es posible, exterminar a todos sus ingenuos y aterrados pobladores.
En tan solo dos semanas, la que antaño fue la más poderosa de las naciones
del mundo occidental, ahora, yace moribunda y abatida, sumida en una guerra desigual
o, mejor dicho, sumida en una masacre genocida próxima a la aniquilación.
Desde que escapó milagrosamente de su ciudad natal, destruida hasta
los cimientos en la primera oleada, un objetivo ha permanecido fijado a sangre
y fuego en su mente: intentar sobrevivir y reunirse a toda costa con su hermano,
para entregarle el objeto que le rogó buscar
y encontrar, para llevarlo a la ciudad
del Oráculo, situada en los páramos helados, al norte del país.
Todo comenzó aquel fatídico día en el que Paco Cienfuegos recibió una extraña llamada de
su hermano. La angustia y la desesperación se reflejaban
en el tono de voz de Antonio mientras le advertía del terrible
peligro que se avecinaba.
Paco, escuchó, incrédulo, el
increíble relato de su hermano. Éste, le explicó que había descifrado parte de
un antiguo pergamino, escrito, según creía, en una de las ciudades más antiguas
del mundo conocido, la bíblica ciudad de Jericó. Y, según las pruebas a las que
fue sometido mediante la datación del carbono 14, su antigüedad rondaba los
siete mil años. La conversación que le relató fue breve y aterradora: los pergaminos contenían una extraña profecía,
quizás la primigenia, posiblemente la
primera de que se tiene constancia, la que pudo servir de fuente de inspiración
en la que bebieron y se empaparon, posteriormente, muchas de las religiones que
durante milenios, han pretendido dominar a la humanidad atemorizándola con el
advenimiento de diferentes tipos de Apocalipsis, cataclismos divinos, juicios finales,
aniquilamientos universales y todo tipo de finales nada felices para la raza
humana, y,
de esta manera, mantener cogidos por los huevos a los siervos menos fervorosos
y someter bajo su yugo dogmático al resto.
Después de la explicación, Antonio, previendo la reacción de lógica incredulidad de su hermano, le leyó textualmente dos pasajes
del pergamino, que hacían referencia a un suceso próximo a acontecer en su
ciudad, y que confirmaría la veracidad de todo lo expuesto. El mundo se
derrumbó a sus pies tras escuchar la traducción que su hermano hizo de la
profecía.
Cuando colgó el teléfono,
Paco permaneció aturdido durante un buen rato,
asimilando la fantástica historia que, de no haber sido su hermano el que se la
estaba contando, no habría dudado ni un instante que le estaban tomando el
pelo, o que al otro lado del celular, un loco salido directamente del sanatorio
mental intentaba arrastrarlo a su particular mundo de locuras alucinatorias. También
se le pasó por la cabeza, que su hermano le pudiese estar gastando una broma
macabra, una de las muchas que solían hacerse cuando aún eran niños y vivían,
enclaustrados, en el orfanato del Santo Sepulcro. Pero, la intuición, la
conexión que siempre habían mantenido y que
les unía por el
simple hecho de ser gemelos, le dijo que no podía ser, que todo era tal y como su hermano contaba.
Dos días después, Paco emprendía la marcha en pos de la ciudad
Oráculo. Atrás dejaba una ciudad totalmente
calcinada. La que hace tan sólo unas horas era una majestuosa
urbe, bulliciosa y llena de vida, ahora permanecía macabramente iluminada por las oscuras
y abrasadoras llamas del infierno que se
entretenían devorándola en un festín macabro de caos y destrucción, tratando de
borrarla de la faz de la tierra y, de paso, del recuerdo de los hombres. Sin
mirar atrás, y con las últimas palabras de su hermano, más
vivas que nunca, en su mente, recordó: “trata de mantenerte vivo a toda costa,
y busca, en la ciudad Oráculo, el Destructor de Mundos. Si lo consigues, tráemelo
y quizás tengamos una pequeña oportunidad de sobrevivir al Apocalipsis que se
avecina. Adiós, hermano, a partir de ahora dependes, tan sólo, de la suerte y
de tu ingenio.”.
Paco
Cienfuegos se
encamina por áridos y desolados parajes, tierras calcinadas, ciudades
destruidas, aldeas y pueblos arrasados, y con la mayoría de sus habitantes
aniquilados, mutilados, violados y masacrados, y los pocos que sobreviven lo
hacen convertidos en esclavos, en muertos en vida que maldecirán
eternamente no haber perecido junto a
sus congéneres. De esta manera se inicia la búsqueda desesperada del único
instrumento capaz de plantarle cara al mal.
Días después, Cienfuegos arrastraba su maltrecho y atormentado cuerpo entre
los escombros, aún humeantes, de otra devastada y agonizante ciudad, envuelta
en llamas y fagocitada por las afiladas fauces del mal. Cienfuegos, percibió entre
los escombros a dos figuras humanas que trataban
de esconderse, intentando ocultase de las alimañas sedientas de sangre que
saqueaban la ciudad. En otras circunstancias no habría intervenido, el objetivo
estaba tan cerca que no podía arriesgarse, la vida o la muerte de algún que
otro mortal no podía, ni debía, desviarlo de su misión. Pero, algo en esas figuras le atraía, sobre todo la de
la mujer, y sin pensárselo dos veces les gritó para que se acercasen. Al rato,
los tres se encontraban a resguardo en el sótano medio
destruido de lo que parecía ser una biblioteca o quizás una librería; ya que
bajo los escombros y los cascotes irreconocibles, se apilaban cientos de
libros, de autores tan efímeros como las obras que escribieron, y que ahora
ardían tristemente, consumiéndose al mismo ritmo que el edificio que los
albergaba.
Sin resuello, después de saltar y correr como posesos entre los
escombros para no ser descubiertos, los tres personajes se dedicaron a recuperar
el aliento, aspirando con dificultad el aire viciado que envolvía la ciudad,
convertida en una enorme e inmensa hoguera, y que elevaba a la atmósfera un
humo negro y nauseabundo que lo cubría todo.
— Lo peor que tiene seguir viva, es ese insoportable olor a muerte que
hace que se me revuelva el estómago —dijo la joven.
— ¡Es el maldito hedor que
desprenden los cuerpos al chamuscarse! -replicó el muchacho que la acompañaba.
— Siento contrariaros a los dos
pero, ese nauseabundo olor que impregna el ambiente no viene de los cuerpos en
descomposición ni de la carne putrefacta abrasada al calor de las llamas, no,
ese olor es del azufre infernal que se eleva desde las profundidades del Hades
hasta nuestros campos y ciudades, preparando el camino para que Lucifer nos
honre con su visita, el día que su fiel siervo Marduk, su hijo bastardo
engendrado por una Hidra, consiga apoderarse de la Tierra y someter a la
humanidad.
— ¡Bueno, si es sólo eso, pues vale! ¡Yo creía que era algo más serio!
Pero, siendo así, ya nos podemos relajar hasta que se digne a visitarnos el
dichoso Lucifer —reía, histérica, la muchacha.
— No tendremos que esperar mucho tiempo, y, cuando aparezca, traigo aquí
algo para recibirlo como se merece —y, Paco, abriendo la mochila que colgaba de
su espalda, les mostró El Destructor de Mundos.
Por Rapanuy
4 comentarios:
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